viernes, 25 de junio de 2010

EL LIBRO DEL CEMENTERIO

Desde pequeño, mi sueño fue vivir en un cementerio. Neil Gaiman lo ha hecho realidad con este libro deliciosamente melancólico.

Su protagonista es un niño llamado Nadie. Cuando sólo era un bebé, su familia fue asesinada por un matón llamado Jack. Él, inquieto como una lombriz, huyó gateando y se refugió en el cementerio. Desde entonces, los fantasmas le acogen como a uno más y le protegen del asesino. ¿Una metáfora de la vida?

La novela abarca varias edades en la vida de Nadie: desde la niñez hasta la adolescencia. Plagada de personajes inolvidables, mis favoritos son la niña bruja y el tutor del muchacho: Silas. Una especie de criatura de la noche reconvertida en padrino.

A pesar de que el asesino acecha, el chaval desea abandonar el cementerio para incorporarse al instituto, para llevar, al fin y al cabo, una vida normal. Una decisión que puede costarle el pellejo. La ilusión de mi vejez: un alumno con esas ganas...

Un ejemplo de cómo los hijos crecen y cada edad exige de los padres un apoyo diferente. La firme y etérea mano en el hombro.


martes, 15 de junio de 2010

LA TÍA OFELIA

Hay gente con la que la vida se ensaña, gente que no tiene una mala racha sino una continua sucesión de tormentas. Casi siempre esa gente se vuelve lacrimosa. Cuando alguien la encuentra, se pone a contar sus desgracias, hasta que otra de sus desgracias acaba siendo que nadie quiere encontrársela.

Esto último no le pasó nunca a la tía Ofelia, porque a la tía Ofelia la vida la cercó varias veces con su arbitrariedad y sus infortunios, pero ella jamás abrumó a nadie con la historia de sus pesares. Dicen que fueron muchos, pero ni siquiera se sabe cuántos, y menos las causas, porque ella se encargó de borrarlos cada mañana del recuerdo ajeno.

Era una mujer de brazos fuertes y expresión juguetona, tenía una risa clara y contagiosa que supo soltar siempre en el momento adecuado. En cambio, nadie la vio llorar jamás.

A veces le dolían el aire y la tierra que pisaba, el sol del amanecer, la cuenca de los ojos. Le dolían como un vértigo el recuerdo, y como la peor amenaza, el futuro. Despertaba a media noche con la certidumbre de que se partiría en dos, segura de que el dolor se la comería de golpe. Pero apenas había luz para todos, ella se levantaba, se ponía la risa, se acomodaba el brillo en las pestañas, y salía a encontrar a los demás como si los pesares la hicieran flotar.

Nadie se atrevió a compadecerla nunca. Era tan extravagante su fortaleza, que la gente empezó a buscarla para pedirle ayuda. ¿Cuál era su secreto? ¿Quién amparaba sus aflicciones? ¿De dónde sacaba el talento que la mantenía erguida frente a las peores desgracias?

Un día le contó su secreto a una mujer joven cuya pena parecía no tener remedio:

—Hay muchas maneras de dividir a los seres humanos —le dijo—. Yo los divido entre los que se arrugan para arriba y los que se arrugan para abajo, y quiero pertenecer a los primeros. Quiero que mi cara de vieja no sea triste, quiero tener las arrugas de la risa y llevármelas conmigo al otro mundo. Quién sabe lo que habrá que enfrentar allá.

MASTRETTA, Ángeles, Mujeres de ojos grandes, Seix Barral, 1990.

martes, 8 de junio de 2010

ADIÓS

A mi mujer y a mí nos visitó el hombre de los muertos. Así, afortunadamente, lo sigue llamando mi madre.

De crío, el hombre de los muertos venía a cobrar el seguro justo a la hora de comer. Curiosa coincidencia. Aquello destrozó para siempre mis nervios. Nunca me recuperé de aquella intromisión. Aún hoy me pregunta mi madre por qué soy anoréxico.

El tipo que nos visitó a mi mujer y a mí, ya digo, nada del otro mundo. Un poco nervioso, eso sí. El móvil cortaba su discurso continuamente, su disertación sobre las modalidades funerarias.

Primero nos dio a elegir entre nicho o incineración. Una pregunta difícil de contestar para cualquier recién nacido. Luego nos puso en la disyuntiva del seguro que sube con la edad o se mantiene. Una putada, pero la humanidad debe cubrirse las espaldas. Finalmente, el cuestionario agorero sobre enfermedades, minusvalías, juicio final…

El tipo adquirió una palidez alarmante —creí que se moría—, al expulsar un aire aprisionado de la tarde anterior. Tal fue el bárbaro trueno que nos preguntamos qué jalaba aquel maromo. No hubo risas ni comentarios. ¿Para qué alargar la agonía del adiós? La muerte es tan natural como un pedo.

martes, 1 de junio de 2010

EL MOSQUITO















Hubo una vez un mosquito que se posó en la cola de un confesionario. Nunca lo había hecho. Necesitaba desahogarse de una vida de lujuria y desenfreno, de una vida de vampirismo.
Cuando le llegó su turno al insecto, el cura saludó en el modo habitual:
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Cuéntame lo que quieras, hijo. Ya sabes de la compasión infinita del Señor por todas sus criaturas.
—Padre —dijo el mosquito con voz afligida—, confieso que he picado…



Mención especial en el II Concurso de Microrrelato Bibliotecas de San Javier.

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