miércoles, 27 de mayo de 2015

JUAN XXIII RESURRECTION

¿Quién no se ha hecho el sueco alguna vez ante la perspectiva de tener que saludar a un viejo conocido? Estos ocasionales olvidos, no se sabe muy bien por qué, abundan entre antiguos compañeros de colegio. Las redes sociales han contribuido a relacionar a quienes no pensaban volver a verse ni en pintura. Este es mi relato para quienes no pudieron o no se atrevieron a desempolvar telarañas.

Un día me topé en facebook con Alfonso López, que curiosamente se llama igual que mi hijo. Estudiamos juntos en el colegio Juan XXIII —en la actualidad Pedro Herrero—. Hubo un amago de tomar café, pero la cosa quedó en el aire. Al cabo del tiempo, coincidí con otros compañeros, y la intención inicial se transformó en una quedada.

Alfonso López y Óscar Crespillo, de forma completamente altruista, se echaron a la espalda la responsabilidad de organizar todo el tinglado. En primer lugar, eligieron una fecha: el 9 de mayo de 2015. Luego montaron un grupo de whatsapp para que todo el mundo se pusiera al día.

A lo largo de varias semanas, intercambiamos mensajes unos con otros para completar el rompecabezas de los recuerdos, tan caprichoso que ilumina solo lo que le conviene. Hubo un instante de tensión por culpa de la dichosa política que estuvo a punto de desbaratar los planes. Estoy seguro de que muchos contuvimos el aliento, como en una repetición del 23F. Por fortuna, se impuso el sentido común. También hubo un compañero que ingresó en el hospital. Fue un placer saludarle en la quedada.

Supe que faltaba poco para la cita cuando la chaqueta de invierno dio paso a la camiseta de manga corta. Típico de Alicante. Óscar Crespillo, que asegura que no obtuvo comisión, hizo una reserva para comer en el restaurante Los Faroles. La gente empezó a confirmar quién asistiría.



La víspera hubo quien confesó estar nervioso. Yo lo estaba. Hacía más de veinticinco años que no veía a mis compañeros de colegio. Pero la emoción dominaba sobre el resto de sentimientos.

El primer mensaje que leí el 9 de mayo fue el de Fernando Paterna, que invitaba a los residentes en el barrio de Carolinas a bajar juntos hasta la Plaza de las Flores. Allí nos habíamos citado para romper el hielo con una birra helada.

Ese sábado, la conocida Plaza del Mercado Central era un hervidero de gente celebrando el tardeo. Sin embargo, entre aquella multitud no resultó difícil localizar al grupo del 74. Solo teníamos que buscar las canas. Los primeros segundos de apretones de manos, abrazos y besos no se pueden expresar con palabras. Hay que vivirlos. Alguien me pasó una cerveza. No tardamos en hablar a gritos como si estuviéramos a la puerta del colegio. Una tamborada rompía los tímpanos.

Algunas chicas vinieron después, provocando un revuelo de admiración a su paso. Mientras aparecían, habíamos ocupado la mesa reservada en el restaurante. Me tocó junto a Vicente Lillo, el fotógrafo del grupo. A su lado se sentaba Alberto Alonso, que decidió incorporarse a última hora. A mi izquierda se colocaron los organizadores.

Para ser franco, la comida me pareció escasa. Curiosamente, nunca me había importado tan poco. Los recuerdos nos tenían tan embelesados que apenas hacíamos otra cosa que beber y hablar. Se mencionó la bofetada de don Antonio a cierto compañero que solo le preguntaba si se había hecho daño al caerse de la tarima. Otros profesores nos marcaron de una forma menos bestia, como José Catalá, Antogonza o Jose Miguel Rodríguez.



Tras los cafés, llegaron inevitablemente las primeras despedidas. El resto fuimos a tomar una copa al barrio. Allí me senté con otra gente y vuelta a empezar. Charlé con Toni, la pareja de Eva Ponce. Tienen un campo donde a veces organizan fiestas.

La segunda copa reunió a un grupo ya bastante mermado de supervivientes. Comentábamos alegres lo bien que había salido todo. Creo que las claves fueron respeto y ganas de disfrutar.

Me despedí de mis compañeros con una sonrisa en los labios. No fui de los primeros ni de los últimos en irse. Los más valientes se quedaron hasta las tantas de la noche.

Ha habido en esta experiencia una especie de catarsis, gracias a la cual me he librado de muchos complejos. Siempre fui el raro de clase, y en cierto modo lo sigo siendo. Qué importa. Digan lo que digan, la amistad de la infancia dura para siempre.



miércoles, 20 de mayo de 2015

FESTÍN FAMILIAR



















     Aunque parezca una locura, no tengo pudor en afirmar que deseo fervientemente la llegada de las comidas familiares. Ya sé que la mayoría de mujeres de mi edad odia cocinar para tanta gente, pero a mí me encanta diseñar el menú, llevarlo a cabo, servirlo y observar las reacciones de los invitados. En especial la de mi prima Alicia. Llevo enamorada de ella desde los catorce años.
     No recuerdo bien la fiesta que reunía a toda la familia, pero sí a la perfección el aburrimiento pintado en el rostro de mi prima mientras jugábamos nuestra tercera partida de parchís. Nos habían dejado tiradas en la alfombra de su cuarto. Mi cara también debía ser un poema porque Alicia dijo algo que no se me olvidará jamás: «Les estaría bien empleado si desapareciéramos ahora mismo». Como éramos pequeñas, optamos por escondernos en un armario durante un rato. Las horas pasaron igual de lentas que antes. Se oían conversaciones y risas amortiguadas por la madera. Aún sueño en noches de verano con lo que selló mis labios. Era un beso húmedo. Nadie me besaría jamás así, ni siquiera mi marido. La oscuridad hizo el resto. Desató una mezcla de olores y sabores que, aquella primera vez, dejó satisfecha solo la necesidad de cariño.
     En las siguientes reuniones del clan de los Martínez fuimos cada vez más precisas y menos cautas. De hecho, nos excitaba dejar la puerta entreabierta o emitir gemidos glotones. Nadie se acercó nunca por allí a ver qué pasaba. En una ocasión, cogí un tarro de miel de la nevera y unté los pezones de mi prima. Tuve que taparle la boca para que no acudieran los bomberos. Yo misma apagué el incendio que quemaba entre sus muslos. Sin embargo, lo debí avivar, porque aún espera con impaciencia esos dos o tres encuentros que tenemos al año. Mientras nuestros maridos, padres e hijos beben y beben como los peces en el río, nosotras corremos a poner el lavaplatos o a limpiar la encimera. Se tragan cualquier excusa con tal de librarse del trabajo sucio.
     Si alguna madre o hija se entromete, recurrimos al vil pretexto de que las primas quieren ponerse al día, contarse sus cosas, arreglar el mundo. A nadie le extraña porque siempre nos hemos querido mucho. Lo que no sospechan es de qué manera.

miércoles, 13 de mayo de 2015

DIRECTO AL CORAZÓN
























La magia no se enseña. Tienes que aprenderla solo.

No sé por qué me gusta tanto esta frase. Quizá veo en ella al escritor sentado horas y horas con la única compañía de su fe inquebrantable en forjar historias. Pertenece a El último truco de magia (Edebé, 2015), otra novela juvenil de Maribel Romero Soler que tus padres te robarán a escondidas.

El comienzo es un poco triste. Olivier, un mago en horas bajas, intenta amenizar un cumpleaños con algunos de sus trucos, pero sufre las burlas crueles de los niños. Para colmo de males, la paloma se le muere dentro de la chistera. Esto convence al mago de que debe retirarse a un asilo, pero antes visita el museo. Allí decide demostrarse a sí mismo que aún vale. Al mismo tiempo, una muchacha aparece en una playa de Valencia. Viste un traje blanco largo hasta los pies y no recuerda ni siquiera su nombre. Pronto se hace amiga de Nuria y Tristán, dos adolescentes que se han fugado del instituto. Mientras la joven recupera la memoria, la llaman Paloma.

Una de las características más llamativas de la obra juvenil de Maribel Romero es que no tiene edad. De hecho, aunque El último truco de magia está recomendada para chavales de segundo de secundaria, cualquier aficionado a la lectura la disfrutará igualmente. Me recuerda a las películas de dibujos actuales, llenas de guiños hacia los adultos. Por ejemplo, esta indirecta sobre la corrupción política: «—¡Qué barbaridad! —exclamó el taxista—. Cada día los ladrones son más sofisticados. Si los políticos fueran así de eficientes, nos irían mejor las cosas».

El gran reto de cualquier escritor consiste en elaborar personajes creíbles. Para lograrlo, emplea trucos como describirlos o que se expresen de una determinada manera. En este sentido, Tristán y Nuria parece que van a salirse del papel de lo auténticos que son. De hecho, la chica lleva tres piercings, cuatro tatuajes, el pelo rojo y las uñas negras. Nada raro en un adolescente de hoy.

Entre los valores que desprende esta novela, aparte de una sana diversión, quisiera destacar uno que me parece fundamental: el trabajo en equipo. Al principio de esta reseña hablaba de la soledad del escritor, pero una historia no estará acabada del todo hasta que un lector de confianza no le dé el visto bueno. Solo me queda añadir que El último truco de magia me ha tenido más picado que las pipas, que he sufrido y reído con sus personajes, que es literatura de calidad directa al corazón.


miércoles, 6 de mayo de 2015

LOS ABANDONADOS



















Paseando una mañana, encuentro un montón de literatura en una vieja maleta. Está rota y tirada en la calle. «Alguien debe de haber organizado una orgía de liberar libros», pienso. Empiezo a revisarlos con la intención de llevarme alguno a casa. Al final, con ayuda de mis hijos, nos los llevamos todos. Un vecino sale apresuradamente de un portal, chocamos y varios libros que transporta en una bolsa de basura caen al suelo, entre ellos una edición preciosa de la Biblia. Juraría que el tipo enrojece de vergüenza mientras farfulla una disculpa. «Yo también sé lo que es vivir frente a una iglesia», digo ayudándole a recogerlos.

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